EL PASEO DE PAPALAGUINDA
El Paseo de Papalaguinda
¿Qué Cicerone que se precie no ha paseado alguna vez por los jardines de la Condesa o por el parque del Paseo de Papalaguinda, que conecta la Plaza de Toros de León con la Plaza de Guzmán? Estos paseos una vez no fueron más que veras del río deshabitadas y desprovistas de vida.
Puede pensar el Cicerone que una ciudad como esta se construye junto al río para que la vida fluya a través de él y, junto al agua, la habitabilidad aflore. Pero hubieron de pasar milenios, desde que el asentamiento de la Legio VII se afincase en lo que llegaría a ser León, para que estos terrenos, prácticamente abandonados, cobrasen un sentido arquitectónico y urbanístico para los oriundos de León.
Nos topamos con la historia de la casa de don Valentín, y descubrimos que, antes de 1890, apenas existían edificios que soportasen el peso de la ciudad al cruzar el río Bernesga. Por ese motivo, hoy, con el predilecto y deslumbrante pasado que nos acompaña, descubriremos el origen del Paseo de Papalaguinda, y cómo cambió de nombre, comenzando como el Paseo del Calvario y pudiendo haberse llegado a llamar Paseo de Papalapera.


El Cicerone, caracterizado por buscar el origen de los odónimos, o los nombres de las calles de León, persigue la verdad y se topa con instantáneas tan hermosas como la siguiente, realizada desde la plaza de Guzmán y ofreciéndonos la visión de un grupo de viandantes que han quedado atrapados por el papel químico en el que su recuerdo queda impregnado. Esta calle, que bien podría ser una avenida parisina durante el desarrollo de la corriente postimpresionista, no es más que el Paseo de Papalaguinda y el Paseo de la Condesa. Pero, olvidándonos un momento de los personajes, hay una construcción que llama nuestra atención: el templete de los músicos.
El templete, que hoy en día sigue en pie, ha resistido incólume desde su construcción, en el año 1894. Desde la altura, observa el fluir del tiempo y el vagar de las horas, testigo también del cambio que han sufrido las arterias de León, representativas de su esqueleto urbanístico.


Como muestran las siguientes fotografías, el panorama arquitectónico de León ha cambiado por completo, pues descubrimos, a la vera del río Bernesga, una de las edificaciones más portentosas durante al menos 15 siglos, que fue demolida hace más de cien años y cuya historia, prácticamente, ha desaparecido: El Monasterio de San Claudio. Su muralla nos ofrece una maravillosa visión del pasado, y una increíble sensación de desubicación, pues a este Cicerone le cuesta encuadrar la citada muralla dentro del plantel urbanístico de la bella ciudad actual.


La muralla, durante muchos años, fue lo único que quedó del mismo, reconociéndose casi como parte de la mismísima muralla medieval, error que fue tomándose por cierto debido a que dicha valla de adobe y ladrillo poseía unos cubos similares a la ya famosa muralla romana de León. Poco o nada remanece de este monasterio, más que las leyendas que le han sobrevivido.
Aquí tienen ustedes, interesados lectores, a los señoritos y a las señoritas de los felices años veinte, posando para la cámara junto a la citada muralla.
Vaguemos, de momento, por el Paseo de Papalaguinda para obtener las respuestas que hoy hemos intentado buscar y dejemos al devenir futuro encargarse de los asuntos que están por llegar.


Como si la fotografía estuviera tomada desde la casa de don Valentín (aunque hubiera de esperar el fotógrafo a su construcción pues aún faltaban casi veinte años para que se levantase), la instantánea nos ofrece una preciosa postal sobre Guzmán el Bueno, de cuya plaza se desprenden 3 avenidas principales que son, Ordoño II (o el Paseo de las Negrillas entonces) hasta su unión con Santo Domingo (Plaza de la Libertad). Hacia la izquierda nace de ella el paseo de la Condesa de Sagasta y hacia la derecha el Paseo de Papalaguinda, asediado por la vegetación, por el desbroce de árboles y por abandonada visión de un barranco que conecta con directamente con uno de los ríos de León.
Al fondo de la imagen, San Marcos, y a la derecha y entre los árboles, la estatua de Guzmán, que nos indica el camino hacia la estación del Norte, si es que resulta que León no ha sido de nuestro agrado.


La vera del río, apenas aprovechada, ha sido limpiada y despejada, para que los paseantes solitarios puedan disfrutar de un preciado caminar junto al río Bernesga. Pero aún restan decenas de años para que el Paseo de Papalaguinda será perfectamente transitable, tal y como lo conocemos hoy en día.


Han de ocurrir cientos de eventos, celebraciones y maravillosas construcciones arquitectónicas para que goce del esplendor del que hoy hace gala. Y poco han de esperar los lectores para conocer el origen del nombre de Papalaguinda, extraño odónimo que rige el comportamiento de los transeúntes y los habitantes de León, que entre la ternura, la nostalgia, y también un poco de lujuria, viene a nuestra mente como recuerdo incólume que nunca ha de desvanecerse.


Ha tenido que acudir, el humilde investigador, a la hemeroteca, para constatar el origen del curioso nombre que asombra a los extranjeros. Diversas teorías se han planteado para demostrar la razón de cada argumento, pero son Tomé y Colino los que, con un alarde de ironía y lucidez, nos contaron la verdad tras el famoso odónimo que nos ocupa hoy.
Resulta que, a principios del siglo XX, el nombre del paseo era otro, pues era conocido como el Paseo del Calvario, donde se localizaban las cruces, utilizadas por los diferentes frailes franciscanos para celebrar los Viacrucis en la época de Cuaresma. Nos cuenta también Juan Carlos Ponga que estos frailes y monjes, acostumbrados a la clausura esporádica, arrancaban las tejas del tejado del Monasterio de San Claudio para asomarse a la calle y observar el desfile de sus compañeros.
Pero a comienzos del pasado siglo, el escritor Augusto Villabrille, o más conocido como Clotaldo, decidió que el Paseo del Calvario, debía denominarse Papalaguinda, en honor a una canción que las niñas cantaban en dicha ubicación mientras jugaban en pandilla:
Mi mamá me dio una guinda
mi papá me la quitó,
y me puse más colorada,
que la guinda que me dio”.


Cantaban entonces las niñas, de una manera clandestina, el sentimiento que experimentaban cuando un caballero compartía con ellas una flor. Pero José Estrañí, enemistado literariamente con Clotaldo, afirmaba que: “según las cursilerías que oía y las cosas verdes que veía, el paseo debía llamarse “Papalapera”.
El pueblo decidió que el nombre que debía llevar el paseo debía ser el actual y, en una crónica, Clotaldo se regocijó de su triunfo con el siguiente comentario: “El pisaverde y la linda, el bisoño y la niñera, van a no paparse la pera y sí a paparse la guinda”, significando el verbo “papar” comer cosas blandas que no necesiten ser masticadas.
Otra de las leyendas que acompaña este nombre, aunque no se sustentan como más que lo que son, cuentos, narra cómo el Rey García I, acompañado de su hijo, paseaba al abrigo del Monasterio de San Claudio, actual Paseo de Papalaguinda, y su hijo, habiéndose hecho con un paquete de guindas, deseaba comérselas todas al mismo tiempo, saciando su hambre de un solo golpe. Su padre, confiado en su tesón y en su justicia, se quedó con el paquete, obligando al hijo a pedirle una guinda cada vez que este tuviese hambre. De esta manera, el príncipe, caminaba por el lugar diciendo cada pocos segundos: “Papá, la guinda”.


Desde el presente, observamos cómo ha ido creciendo el Paseo de Papalaguinda, conociéndolo ya con su característico esplendor, pero han debido de pasar décadas, sometidas a un avance lento de construcción, para llegar a tener el tesoro que poseemos. No fue hasta 1948 cuando se construyó y se inauguró la famosa Plaza de Toros, que sirve como centro de reunión y celebración de eventos.
Desde el cielo, la visión ya es muy diferente. Para cuando 1950 arribó, la Plaza de Toros ya gozaba de lleno absoluto en todas sus funciones y Papalaguinda ya poseía una estructura bien consolidada. Como ven, la carretera principal ya conectaba ambas plazas, y el parque, aledaño al río, se desarrollaba con lento pero seguro avance.
Casi ya en el Paseo de la Condesa, y como una de las edificaciones más conocidas por todos los leoneses, surgió la sala Oasis, que permaneció abierta hasta 1998, cuando cerró definitivamente sus puertas para ser demolida, dejando su hueco presente en la memoria de todos los leoneses y siendo ocupado por la característica fecha floral que a diario cambian los jardineros de la Plaza de Guzmán el Bueno.


Pero la historia también guarda tétricas narraciones, como la del atraco a una sucursal de un banco en el Paseo de Papalaguinda. En él, un joven intentó atracar a los clientes y llevarse el dinero de la banca, pero un error de cálculo provocó que detonase una bomba casera que había cargado para intimidar a los policías, desapareciendo su cuerpo tras la explosión y dejando tan solo su cabeza.
Al fin, después de casi cien años de historia, el Paseo de Papalguinda comenzó a parecerse a lo que hoy conocemos y disfrutamos. Los coches llegaron a las avenidas y los jardines proliferaron en su contorno para traer la vida a una zona despoblada. El Cicerone que escribe estas líneas se siente orgulloso de la historia que hemos experimentado; junto a su sensibilidad, recorre las calles de León para hacerse una idea de los orígenes de sus nombres, de sus historias y de las personas que contribuyeron en ellas.
Su magnífica leyenda nos persigue, pues somos el eco de nuestros antepasados, Pero no se descuiden, pues también nosotros, el presente, seremos algún día el glorioso pasado de nuestra descendencia; por ello, cuiden su bella ciudad, luchen por su avance y disfruten de las arterias en las que dejarán las huellas que un día sus nietos podrán estudiar y admirar.
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